Un alto en la huella para tomar una copa en el almacén Gubiani

Una vieja foto en blanco y negro contrasta hoy con las paredes rosadas del edificio donde funcionaba el almacén de los Gubiani. Allí, en esa esquina del actual acceso norte, en la zona de El Brete, un poco más allá del Parque Botánico y muy cercana a la capital provincial, punto emblemático para generaciones de familias de los alrededores de Paraná, justo en el antiguo Camino Real a Villa Urquiza.

En los recuerdos impregnados de nostalgia y emociones se encuentran las raíces de un almacén legendario en los arrabales de la antigua ciudad, un ícono que perdura en la memoria colectiva de muchos vecinos paranaenses. Una historia que arranca a finales del siglo XIX, cuando Francisco Gubiani y Clementina Marini, inmigrantes provenientes de Udine, Italia, iniciaron una travesía hacia lo desconocido, partiendo apenas días después de casarse, en febrero de 1880.

Con la firme determinación de forjar un nuevo destino en América, desembarcaron en Paraná, encontrándose con un panorama desafiante. En una carta fechada el 9 de julio de 1880, Francisco describe sus primeras impresiones al llegar a la ciudad, reflejando la incertidumbre y las dificultades que enfrentaban en una tierra tan lejana y por descubrir.

Fue en ese contexto que nació el Almacén Gubiani, cuya fecha exacta de apertura se pierde en los entresijos de un tiempo lejano. Carmen, casada con Antonio, uno de los hijos de los fundadores, convoca a su memoria para recordar aquella experiencia única, de aquel boliche fundado por sus suegros pero que fue parte inescindible de su vida.

“En 1933 se amplía la casa, se construye la ochava que todavía está y que se ve” nos cuenta. “Pensemos que para adquirir las provisiones iban hasta Paraná, don Francisco a caballo y ella, Clementina, caminando al lado con un canasto. Era una italiana bárbara” dice Carmen con admiración, rodeada de tres de sus hijas en su actual casa de la calle Churruarín. “Se compraba mucho para las carneadas, hilo, se hacía salame, un muy buen salame”. Se nos hace agua la boca con el relato.

“En los estantes se ofrecían productos esenciales para la vida cotidiana, desde alimentos hasta lo que se necesitaba para la carneada”, nos dice sobre aquel boliche símbolo de otros tiempos, rodeado de árboles silenciosos que se vestían de ocres y amarillos en la estación del otoño, conformando una alfombra de hojas que crujían bajo los pies de los parroquianos, mientras entraban en busca de provisiones, o simplemente para tomar la copa de cada día. Carmen, junto a su marido Antonio, quedaron a cargo del boliche al fallecer Francisco y Clementina.

Aunque las puertas del Almacén Gubiani cerraron en el año 2008, su legado perdura en la memoria de aquellos que alguna vez cruzaron su umbral en busca de pan, yerba, fideos, arroz, o simplemente para detenerse y contemplar la vida que transcurría al ritmo de las estaciones y los sabores. Un alto en la huella, un pedacito de historia que sigue latiendo en muchos corazones.

Con el paso de los años, el Almacén Gubiani se expandió, transformándose en un lugar emblemático donde se podía adquirir no solo alimentos, sino también disfrutar de un momento de esparcimiento en el bar, participar en partidas de bochas o encuentros de fútbol. Pegado al boliche, una cancha fue testigo de intensos encuentros.

 

“Venían hombres. A la mujer le tocaba estar en su casa, limpiando y cocinando” comenta entre risas Carmen, protagonista de múltiples épocas de cambio. Recuerda cómo el almacén se adaptó a las necesidades de la sociedad, incluso ofreciendo servicios como la venta de combustible. “Fuimos agentes de YPF” cuenta con orgullo.

“Era el camino que iba hacia Villa Urquiza, por el arroyo Las Tunas. Cuando llovía no se podía circular” relata. Sentimos mientras miramos el frente y esa puerta con la persiana baja hace años el sonido de la lluvia golpeando el techo de chapa del almacén, creando una sinfonía única. Vemos (imaginamos) los charcos en el camino convertidos en pequeños espejos que reflejan la nostalgia de los días pasados.

“Lo de Gubiani” un viejo almacén que ya no está, donde algunos memoriosos recuerdan un antiguo metegol al que le sacaban chispas los más jóvenes, o las mesas donde se cantaba falta envido y truco sin sonrojarse, mientras se empinaba la copa de vino carlón o una Lucera; o la balanza con platos y pesas, que hoy son la delicia de los coleccionistas. También aquella cancha de fútbol donde se organizaban torneos. Un verdadero centro social en torno al almacén de ramos generales fundado por aquel matrimonio que cruzó en barco el océano con sus valijas cargadas de esperanza.

 

Doña Carmen nos habla del “camioncito”, un Ford que significó el crecimiento del negocio y permitía hacer las compras con mayor comodidad, dejando atrás la tracción a sangre de los caballos. “Mi marido (falleció en 2018) lo empezó a manejar cuando tenía 13 o 14 años y ya se puso al hombro el boliche”. Hasta hace poco tiempo quedaba el palenque donde se ataba el caballo y se puede ver, tapado con hormigón, donde estaba instalado el surtidor de combustible.

Toni Casals, un visitante asiduo durante su infancia junto a su tío, Marcelo Vitor, revive los días de gloria del almacén, donde la vida rural se entrelazaba con la urbana en un ambiente de evocación y camaradería.

“Mi tío venía los fines de semana desde La Balsa a vender sus productos en la feria de Salta y Nogoyá. A la vuelta, en época de vacaciones, me juntaba y nos íbamos a caballo, con una parada en el almacén que para mí era lo mejor de todo”. La ciudad y sus alrededores eran muy diferentes. Caminos de tierra, montes cerrados, carros, sulkys y caballos que trasladaban a la gente, junto con los primeros vehículos que necesitaban repostar combustible en el almacén instalado en aquel cruce de caminos.

“Ese boliche estaba en los límites de la civilización, sobre un camino de lo que hoy es el acceso norte a Paraná, que entroncaba con el Camino Real” recuerda Toni. “Mi tío hacía un alto en la huella, tomaba una copa, charlaba con don Tono, el almacenero y socializaba con los parroquianos. Yo tomaba una Mirinda manzana y comía algunos confites. En algún lugar había un televisor a batería marca Noblex. Recuerdos de niño de hace más de 70 años” expresa con melancolía.

Su recuerdo es el del surtidor de combustible, un punto de referencia que marcaba el límite entre dos mundos: el de la ciudad y el del campo. “En 2008, teniendo un campito en la zona de El Brete, me acerque al boliche a tomar una copa, sin saber que era aquel lugar al que iba de niño. La foto de aquellos tiempos estaba tal cual, lo que me generó muchas emociones” nos dice.

Con el transcurso de las décadas, el Almacén Gubiani se convirtió en más que un simple negocio; se convirtió en un símbolo de identidad y tradición para la comunidad de Paraná. Aunque sus puertas cerraron hace 15 años, su legado perdura en las memorias de aquellos que alguna vez estuvieron y fueron atendidos por don Tono Gubiani, buscando provisiones o simplemente, compartieron un momento de camaradería.

Los autos no dejan de pasar un instante sobre esa autovía tan cómoda y por la que hoy circulamos tan rápido. Nos invade un poco la nostalgia, mientras miramos esa esquina y nos imaginamos los atardeceres pintando el cielo con tonos dorados y rosa, los caballos atados al palenque y en la puerta del almacén Francisco y Clementina contemplando como el sol se sumergía en el horizonte, tiñendo las nubes de colores cálidos en esta América que eligieron y forjaron como su lugar en el mundo. Un boliche que ya no está, pero que sigue en la memoria y que tratamos de recordar con retazos de otros tiempos, mientras brindamos con una copa de Lucera por los almacenes que persisten, tozudos, con sus puertas abiertas.

Guido Emilio Ruberto / Campo en Acción

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