Sigue siendo aquel punto de encuentro de la ruralidad, un templo de la amistad donde se invita una copa y se anota en la libreta. Ubicado en el cruce de las Cuatro Bocas del actual departamento entrerriano de San Salvador está “La Armonía”, el almacén con sus puertas abiertas desde 1916, como cuentan esas letras negras sobre la pared blanca del frente, que sigue siendo un inexpugnable rincón donde las tradiciones camperas aparecen radiantes y resistentes al inexorable avance de la modernidad. Póngase bombachas y boina que “Mingo” Bon, el bolichero, nos invita a un viaje en el tiempo.
El hombre atiende con una sonrisa a los parroquianos que van llegando en este atardecer y a un lugar tan especial, un rancho a dos aguas y con techo de chapa, pero que aún conserva la cobertura de paja de los primeros tiempos. Domingo Bon es el bolichero hace más de 40 años, que dice disfrutar y mucho de la gente que siempre viene a este lugar único en el centro norte de la provincia, inevitable mojón en el cruce de la pavimentada ruta 22, que une a la capital del chamamé, Federal, con la capital del citrus, Concordia, y la 37, un ripio con mucho “serrucho” que si lo seguimos hacia el sureste terminará llevándonos a General Campos.
Predispuesto a la charla, Mingo prepara el mate y comienza a recordar la historia: “Fue un uruguayo que se llamaba Elvio Álvarez. Se vino a trabajar a esta zona y puso el almacén en esa fecha” nos cuenta y no hace falta preguntar cuando hablamos de aquel momento estampado para siempre en las paredes. “Según mi padre le debe el nombre tiene que ver con dos estancias de la zona, La Armonía Grande y La Armonía Chica, referencias geográficas en los tiempos del monte tupido, del tránsito a caballo, en carro o sulky, de gringos recorriendo leguas de caminos y picadas con los granos o arreando el ganado, de máquinas a vapor para los tiempos de la cosecha, pero siempre haciendo una pasada por el emblemático rancho, una suerte de rosa de los vientos para quienes viven en el terruño y terminan volviendo a las Cuatro Bocas.
Pero sigamos con el relato. “Mi padre me contaba la historia de La Armonía, que comenzó con este joven uruguayo que fue quien construyó el rancho. Un muchacho de 22, 23 años con ganas de trabajar. Él lo levantó con paredes de barro y las vigas con postes de ñandubay. Tiene la particularidad que las tijeras son de álamos, una madera bien liviana que siguen estando, son de la época” nos señala Mingo mientras la mirada de todos los presentes van hacia el noble techo de paja al que alguna vez le agregaron las chapas en el exterior para cubrirlo y que dure más. A nosotros nos distrae un papel con la oferta permanente de “botas de campo” colgando de un hilo atado a ese horcón de ñandubay que sostiene hace más de un siglo la estructura de este templo bendito.
“Elvio Álvarez estuvo unos cuarenta años, pero se volvió al Uruguay, ya enfermo y fallece. El boliche permaneció cerrado durante 6 o 7 años hasta que vuelve a abrir con una familia de apellido Rodríguez, principiando los años ‘60” memora Mingo, quien conoció el lugar de muy chico, junto a su progenitor. “Había mucha familia que vivía en el campo, yo lo acompañaba a mi padre, que en paz descanse, que era un vendedor ambulante, andaba en una camioneta, compraba cueros y cerda, y recorría las estancias comerciando, intercambiando y le gustaba mucho ir a los bares porque él siempre decía que ‘en el boliche te enteras cosas que en otro lado no te enteras’. Me acuerdo de la gente llegando a caballo acá a La Armonía” evoca de esos tiempos lejanos de purrete mientras corta y convida salame con un tocino delicioso.
Las copas se siguen llenando con la colaboración de Francisco, el nieto de Mingo- en el sobrio mostrador de madera lustrada por tanto uso. Vino, cerveza, Amargo Obrero y alguna ginebra marcan tendencia, al igual que el infaltable fernet y la coca. Un banco alto, hecho con el asiento de un viejo tractor, un largo asiento sobre una de las paredes y una mesa de plástico, una silla y la mesa de pool completan una estética minimalista de un lugar que se va “tupiendo” en este largo atardecer, ceremonia que se repite todos los días.
“Es la hora de compartir la charla con los amigos” dice Mingo. La Armonía es como su dueño, un territorio simple donde, como decía su padre, todo se sabe y en el que todos se enteran de lo que está pasando, mientras alguien pide las cartas para un truco y otros le hacen a una partida de pool. Una guitarra todavía en su funda nos avisa que más tarde se arma la peña entre estos hombres bien “emboinados”, fieles e incondicionales del templo de Cuatro Bocas.
Aquel campo
Camionetas 4×4, tractores, autos y algunos caballos atados al alambrado y bajo los fresnos completan el estacionamiento frente al bar y almacén de los Bon. Por estos días (unos cuantos ya) Francisco, el nieto adolescente de Mingo, colabora en el tiempo que le deja libre la escuela y las labores en el campo. “Ya le dije que quiero trabajar con él y seguir el almacén” nos dice, con los ojos puestos en ese abuelo que hace rato consiente y disfruta de la compañía, de la historia y del futuro que se proyecta en este joven.
Hay que seguir viaje. Pero nos quedan imágenes y sensaciones multiplicadas de un sitio diferente que conserva mucho de la Entre Ríos de ayer, como si fuera un museo interactivo, pero que es absoluto presente. Porque La Armonía es mucho más que cualquier otro bar o almacén de los que hemos tenido la oportunidad de conocer recorriendo la geografía entrerriana. Se nota en los rostros de los paisanos que entran, toman la copa y siguen viaje rumbo a sus labores rurales o de retorno al otro hogar, porque ésta también es su casa.
Mientras empezamos a retirarnos, detrás del mostrador sencillo y bien lustrado sigue Mingo Bon, un hombre arraigado a las tradiciones, curtido en el buen trato y con una sonrisa permanente, como cuando lo consultamos por la libreta en la que se anotan las copas: “yo les digo cuando se están yendo que ya les anoté el trago, así que van a tener que volver y pagar” se ríe.
Hasta pronto, nos dice Mingo desde la puerta de “La Armonía” un testigo en la geografía de Entre Ríos, la otra casa de cada uno de los que viven por la zona, donde una copa celebra el trabajo y la amistad, el encuentro y la vida que pasa y se va casi sin avisar. Es el hogar del Mingo Bon, abierto por un oriental hace 107 años, en esos caminos ásperos transitados por el hombre y su caballo. Un lugar al que ya queremos volver.
Guido Emilio Ruberto/Campo en Acción